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14 mayo, 1990

Ese día murió mi abuelo. Me parezco mucho a él; cuando murió, mi abuela no dejó que yo la mirara un tiempo. Tengo su mirada, su insomnio recalcitrante, su hipoglucemia, su afición a la lectura compulsiva y su curiosidad insaciable.
En los últimos quince años lo he echado tanto de menos que llenaría todas las webs de internet con los porqués. Siempre he pensado que no he querido nunca a nadie como a él, aunque también sé que su muerte repentina tuvo mucho que ver en que me costara tanto asumirla.
Era un ser excepcional, todos los que le conocieron estarán de acuerdo, pero además era mi abuelo y le quería horrores.
Hace quince años yo tenía que ir a clase de latín por la mañana, coincidí con él en el ascensor y, como no se encontraba bien, le dije que iría yo a comprar el periódico y que subiera a descansar, me mandó a clase de latín porque ya llegaba tarde. Cuando volví a casa, el mismo médico que la víspera le había dicho que tenía gripe dijo que se estaba muriendo, tenía los pulmones inundados y las constantes perdidas. Le di un beso cuando, con asombro en su mirada, se lo llevó la ambulancia.
Estaba nerviosa, recuerdo que me encerré en el cuarto donde ahora escribo a leer Les lettres persanes y que de repente no pude leer, miré por la ventana y vi como una nube de humo en la que se perfilaba su cara. Me quedé pasmada, consulté la hora y eran las 21h30. Un rato más tarde volvieron mis padres del hospital. Mi abuelo había muerto, a las nueve y media según el parte médico. Recuerdo que llovió a cántaros.
Durante años no he sabido a quien contar mis cosas cuando llegaba a casa, todo me traía recuerdos, aún tengo mil cosas suyas. Mañana no iré al cementerio, mis padres no dirán nada por si no nos acordamos y yo me iré de cumpleaños como si hoy no fuera hoy. En mi familia, como en tantas otras, las cosas de las que no se habla no existen. En días como hoy, no tendrá nada de malo...

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